20 agosto 2011

Doña Antonia

La pava chifla. Lo ha hecho desde que tengo uso de razón. Lo hacia en casa de mi bisabuela, en casa de mi abuela y recurrentemente lo hace en la mía. Son esas cosas que vienen con la familia.
La pava chifla de generación en generación, al mismo tiempo que a gran parte de sus integrantes también les “chifla”. En este caso el moño.
La misma, lo hace habitualmente cerca de las 7 de la mañana y se toma licencia, al fin y al cabo se lo merece, los domingos en que suele hacerlo pasadas las 10.
Conozco íntimamente ese sonido y caprichosamente afirmo que es bien mió. Es sin duda el despertador más económico y eficaz que conozco. Sencillamente no existe sonido que logre igualarle, ni siquiera hacerle sombra. Es más creo fervientemente en que el día que en que los celulares se percaten de esto no habrá “ringtone” que se le resista.
A veces el sonido no esta y, debo reconocerlo, lo imagino. Cierro los ojos durante algunos minutos en la cama y trato de darle cuerpo al mismo. Existen mañanas en que despierto más adulto que de costumbre y ese juego me resulta esquivo. Casualmente son esas mañanas en las que suelo “levantarme con el pie izquierdo”.
El pitido da pie al mate y no al té, al Página y no a la Nación y a las tostadas en oposición a los bizcochitos de grasa. El requisito obligatorio es que las últimas deben ser caseras. Caseras como las de la nona.
Antonia falleció apenas cumplió los 90 años. Disfrute su compañía lo suficiente para advertir que como integrante de la familia era la que menos parentesco tenia con el histriónico chillido. Una persona calma, dulce y paciente.
El aroma de sus tostadas atravesaba el diminuto pasillo que nos separaba, y eran suficientes como para abarcar la totalidad del día. Mi bisabuela las preparaba religiosamente cada mañana y en cantidades abismales. En esa ocasión el “despertador” también anunciada la llegada de las mismas. Recuerdo correr durante años en su búsqueda.
Lo mejor era cuando de tostadas les quedaba poco y de morochas mucho. La culpa era compartida, pues mi hermano y yo, en cierta tarde de invierno, descubrimos que esa era la mejor excusa para perpetuar el momento. Mi nona las raspaba una a una con un viejo y desafilado tramontina al tiempo que recitaba alguna zamba propia de su Catamarca natal.
El tiempo paso, con el mi infancia y en algún momento, que no logro precisar, me aburrí de ellas ya con hambre de otras cosas.
Hoy el chillido y las tostadas se asemejan pero no son los mismos. En algunas ocasiones logran confundirme y ciegamente recorro hasta el cansancio ese estrecho pasillo.
Sin embargo allí no hay calma, ni dulzura ni paciencia.

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